Façade de la Maison Dorée. Barcelona. (s.e. s.l.)
El pollo jeroglífico
Tan defectuoso era mi amigo
que no soportaba el crepúsculo.
Era una injuria personal
la aproximación de la sombra,
la duda crítica del día.
Mi pobre amigo aunque heredero
de posesiones terrenales
podía cambiar de estación
buscando el país de la nieve
o las palmeras de Sumatra:
pero, cómo evitarle al día
el crepúsculo inevitable?
Intentó somníferos verdes
y alcoholes extravagantes,
nadó en espuma de cerveza,
acudió a médicos, leyó
farmacopeas y almanaques:
escogió el amor a esa hora,
pero todo resultó inútil:
casi dejaba de latir
o palpitaba demasiado
su corazón que rechazaba
el advenimiento fatal
del crepúsculo de cada día.
Penosa vida que arrastró
mi amigo desinteresado.
Con C. B. íbamos con él
a un restaurante de París
a esa hora para que se viera
la aproximación de la noche.
Nuestro amigo creyó encontrar
un jeroglífico inquietante
en un manjar que le ofrecían.
Y acto seguido, iracundo,
arrojó el pollo jeroglífico
a la cabeza del benigno
maître d'hôtel del restaurante.
Mientras se cerraba el crepúsculo
como un abanico celeste
sobre las torres de París,
la salsa bajaba a los ojos
del servidor desorientado.
Llegó la noche y otro día
y sobre nuestro atormentado,
qué hacer? Cayó el olvido oscuro
como un crepúsculo de plomo.
C. B. me recuerda esta historia
en una carta que conservo.
Pablo Neruda
 El corazón amarillo
Buenos Aires, Losada, 1974