Pedro Domecq, Vinos,Coñac y Grand Vin
Jerez de la Frontera
Personal de las Bodegas bebiendo el vino que
se les da cuatro veces al día
Madrid,Mateu(Ap..1925)
Saboree ahora el lector dos fórmulas para guisar los zorzales,
desleídas de mano maestra en un precioso cuento por el
notable escritor-periodista -dos cosas que pocas veces se encuentran juntas-,
co-propietario de El Imparcial , José Ortega Munilla.
«Estaban encima de la mesa
de la cocina.
Eran doce, y ya los había
pelado la cocinera. Sólo en la cabeza conservaban aún alguna
pluma que se resistiera al tirón y que desaparecería al pasar
rápidamente por encima de las ascuas. Así, con su penachito,
en cueros muertos, las alas colgando como brazos de bailarín de
tango cubano, las pechugas gruesas y azuleando por donde el plumaje fue
más espeso, las patas delgadas y las uñas largas, desafiaban
al zoólogo que hubiese de decidir respecto a su clasificacion.
Unas cuantas plumas y un poco de
vida los hubieran dado su propio aspecto, llevándolos a los olivares
que alegraban con sus silbidos y empobrecían con su voracidad.
Muertos e implumes, para nada servían
ya, a no servir tan admirablemente para dar gusto al paladar.
¡El zorzal! Pariente del tordo,
alnado del francés ortolan,superior a ambos por lo que sabe, para
defenderse de sus enemigos, y por lo bien que sabe cuando diestra mano
le prepara, es este pajarillo olivarero, uno de los orgullos del banquete
cordobés.
Nútrese de aceitunas,
vivaquea entre los grandes olivos, burlase de los espantajos que allí
ponen para ahuyentarle, desprecia la propiedad ajena, como un congresista
de Bruselas, y cuando ya no hay aceitunas en un predio,vuela a otro, engordando
más y más.
Revientan de puro gruesas sus pechugitas
y relucen sus plumas, como si por entre ellas se rezumase el aceite de
que se nutre este sabroso paisano de José María.
Fuera feliz, a no haber en los olivares
andaluces quien pone hábilmente perchas para que el zorzal caiga.
¿Que si caen?
Ahí tenéis, encima
de la mesa de la cocina, una docena de zorzales que han caído en
otras tantas perchas industriadas con costillas de carnero y un cablecillo
de crines de caballo.
Tan primitivo aparato ha bastado
a que el silbador pajarillo vea interrumpido su porvenir, que se dilataba
entre olivares cuajados de aceitunas.
Juan y María están delante
del fogón, y deliberan acerca de cómo estarán más
ricos los zorzales. Juan dice que en salsa. María protesta y afirma
que deben comerse en seco. Juan explica su fórmula y la defiende.
María insiste en que el zorzal prefiere ser asado.
El debate llega a tomar proporciones de
disputa; marido y mujer discuten con esa tenacidad que hace el matrimonio
abreviada copia de los Parlamentos.
-No sabes lo que te dices y has de
llevarme siempre la contraria. El zorzal bien engordado necesita una salsa,
y estoy harto de comerle como te digo. Bien limpio, con un pedazo de tocino
y un grano de pimienta en su interior, frito en buena manteca, queda así
preparado para la salsa que ha de hacerle soltar todo el perfume de las
aceitunas que ha devorado.
-¡El zorzal en
salsa! ¡Qué atrocidad! responde la mujer, ya acalorada por
el debate. Sí,- contesta amostazado el marido -. La salsa se hace
con los propios higadillos y riñones del pájaro, que ahumados
y salados se muelen en un mortero de barro. Se diluye la pasta que resulta
en una cacillada de caldo, se añade un poco de harina, y todo se
echa sobre los zorzales. Media hora de fuego vivo basta a hacer el plato
más delicado, sabroso y alimenticio que puede imaginarse.
-Calla, hombre
calla. El zorzal debe comerse asado. Vacio y limpio, se le pone dentro
una aceituna deshuesada y un polvito de sal. Se le ensarta con otros compañeros
en una vareta de hierro, se los asa, cuidando de que no los dé la
llama. Así comió los zorzales mi abuelo y así los
comerás tú.
-Eso,
poco a poco. Yo los comeré como quiera. Soy el amo de mi casa, y
aqui se guisa lo que a mí me acomoda.
Maria,
no pudiendo contenerse más, rompió a llorar; fuese a su cuarto,
cerró violentamente la puerta y allí se entregó a
la más viva desesperación.
Juan
y los zorzales daban vueltas en su cerebro y mezclaba los agravios y las
quejas en un estilo incoherente y furioso.
Juan
en tanto pensaba en lo sucedido y empezaba a arrepentirse de su violencia.
¿Qué
le importaba a él después de todo que los zorzales se guisaran
de un modo o de otro? Cierto que nadando en su salsa espesa y roja estaban
buenos los endiablados pajarillos. Pero tampoco estaban mal asados como
María quiso que se preparasen. Y sobre todo, ¿no era un crimen
hacer llorar por tan pequeña causa a aquella hermosa y complaciente
mujer, cuyos ojos tenían el negro de la aceituna codiciada por el
zorzal y el blanco de la nieve de la sierra?
En pie, delante
del hogar, miraba Juan los zorzales, que con sus picos agudos y sus ojos
vidriosos parecían un símbolo de lo breve de la dicha terrestre,
y pensaba en María, que encerrada en la alcoba daba rienda suelta
a su pasión de mujer desatendida por vez primera, después
del reciente matrimonio.
¿Ceder?
¿Ir a buscar a la bella e iracunda defensora del zorzal asado? Esto
le parecía a Juan equivalente a perder de una vez para siempre su
autoridad de marido.
Recordaba el consejo
del abuelo, quien con mil chanzonetas, verdes como las hojas del rábano,
le había dicho el día de la boda que Adán perdió
su autoridad conyugal con Eva, sólo por dejarla comer una manzana.
¿Quién
sabe si la manzana simbólica estaba representada ahora por el zorzal
asado?
El amor y el amor
propio lucharon un rato en aquel ánimo. Por fin... por fin Juan
cedió y dijo a la cocinera que asara los zorzales.