Archena. Vista general (Fot.Lacoste-Madrid) Ap.1903
 

El Abencerraje y la hermosa Jarifa

           Este es un vivo retrato de virtud, liberalidad, esfuerzo, gentileza y lealtad, compuesto de Rodrigo de Narváez, y el
Abencerraje, y Jarifa, su padre, y el rey de Granada, del cual, aunque los dos formaron y dibujaron todo el cuerpo, los demás no dejaron de ilustrar la tabla y dar algunos rasguños en ella. Y, como el precioso diamante engastado en oro, o en plata, o en plomo, siempre tiene su justo y cierto valor por los quilates de su oriente, así la virtud, en cualquier dañado sujeto que asiente, resplandece y muestra sus accidentes; bien que la esencia y efecto de ella es como el grano que, cayendo en la buena tierra, se acrecienta, y en la mala se perdió.

          Dice el cuento que, en tiempo del infante don Fernando, que ganó a Antequera, fue un caballero que se llamó Rodrigo de Narváez, notable en virtud y hechos de armas. Éste, peleando contra moros hizo cosas de mucho esfuerzo, y particularmente en aquella empresa y guerra de Antequera hizo hechos dignos de perpetua memoria, sino que esta nuestra España tiene en tan poco el esfuerzo, por serle tan natural y ordinario, que le parece que cuanto se puede hacer es poco; no como aquellos romanos y griegos, que al hombre que se aventuraba a morir una vez en toda la vida le hacían en sus escritos inmortal y le trasladaban en las estrellas. Hizo, pues, este caballero tanto en servicio de su ley y de su rey que, después de ganada la villa, le hizo alcaide de ella, para que, pues había sido tanta parte en ganarla, lo fuese en defenderla. Hízole también alcaide de Álora, de suerte que tenía a cargo ambas fuerzas, repartiendo el tiempo en ambas partes, y acudiendo siempre a la mayor necesidad. Lo más ordinario residía en Álora, y allí tenía cincuenta escuderos hijosdalgo a los gajes del rey para la defensa y seguridad de la fuerza, y este número nunca faltaba, como los inmortales del rey Darío, que en muriendo uno, ponían otro en su lugar. Tenían todos ellos tanta fe y fuerza en la virtud de su capitán, que ninguna empresa se les hacía difícil; y así, no dejaban de ofender a sus enemigos y defenderse de ellos, y en todas las escaramuzas que entraban salían vencedores, en lo cual ganaban honra y provecho, de que andaban siempre ricos.

         Pues una noche, acabando de cenar, que hacía el tiempo muy sosegado, el alcaide dijo a todos ellos estas palabras:

         Me parece, hijosdalgo, señores y hermanos míos, que ninguna cosa despierta tanto los corazones de los hombres como el continuo ejercicio de las armas, porque con él se cobra experiencia en las propias, y se pierde miedo a las ajenas. Y de esto no hay para que yo traiga testigos de fuera, porque vosotros sois verdaderos testimonios. Digo esto porque han pasado muchos días que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acreciente, y sería dar yo mala cuenta de mí y de mi oficio si, teniendo a cargo tan virtuosa gente y valiente compañía, dejase pasar el tiempo en balde. Me parece, si os parece, pues la claridad y seguridad de la noche nos convida, que será bien dar a entender a nuestros enemigos que los valedores de Álora no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hágase lo que os pareciere.

        Ellos respondieron que ordenase, que todos le seguirían. Y nombrando nueve de ellos, los hizo armar y, siendo armados, salieron por una puerta falsa que la fortaleza tenía, por no ser sentidos, porque la fortaleza quedase a buen recaudo. Y yendo por su camino adelante, hallaron otro que se dividía en dos.

         El alcaide les dijo:

        Ya podría ser que, yendo todos por este camino, se nos fuese la caza por este otro. Vosotros cinco idos por el uno, yo con estos cuatro me iré por el otro; y si acaso los unos toparen enemigos que no basten a vencer, toque uno su cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda.

        Yendo los cinco escuderos por su camino adelante hablando en diversas cosas, el uno de ellos dijo:

        Teneos, compañeros, que, o yo me engaño, o viene gente.

        Y metiéndose entre una arboleda que junto al camino se hacía, oyeron ruido. Y mirando con más atención, vieron venir por donde ellos iban un gentil moro en un caballo ruano; él era grande de cuerpo y hermoso de rostro, y parecía muy bien a caballo. Traía vestida una marlota de carmesí, y un albornoz de damasco del mismo color, todo bordado de oro y plata. Traía el brazo derecho regazado y labrada en él una hermosa darna, y en la mano una gruesa y hermosa lanza de dos hierros. Traía una daga y cimitarra, y en la cabeza una toca tunecí que, dándole muchas vueltas por ella, le servía de hermosura y defensa de su persona. En este hábito venía el moro, mostrando gentil continente; y cantando un cantar que él compuso en la dulce membranza de sus amores, que decía:

         Aunque a la música faltaba el arte, no faltaba al moro contentamiento y, como traía el corazón enamorado, a todo lo que decía daba buena gracia. Los escuderos, transportados en verle, erraron poco de dejarle pasar hasta que dieron sobre él. Él, viéndose salteado, con ánimo gentil volvió por sí, y estuvo por ver lo que harían. Luego de los cinco escuderos, los cuatro se apartaron y el uno le acometió; mas como el moro sabía más de aquel menester, de una lanzada dio con él y con su caballo en el suelo. Visto esto de los cuatro que quedaban, los tres le acometieron, pareciéndoles muy fuerte, de manera que ya contra el moro eran tres cristianos, que cada uno bastaba para diez moros, y todos juntos no podían con este solo. Allí se vio en gran peligro porque se le quebró la lanza, y los escuderos le daban mucha prisa; mas, fingiendo que huía, puso las piernas a su caballo y arremetió al escudero que derribara, y como una ave se colgó de la silla y le tomó su lanza, con la cual volvió a hacer rostro a sus enemigos, que le iban siguiendo, pensando que huía, y se dio tan buena maña que a poco rato tenía de los tres, los dos en el suelo. El otro que quedaba, viendo la necesidad de sus compañeros, tocó el cuerno y fue a ayudarlos. Aquí se trabó fuertemente la escaramuza; porque ellos estaban afrontados de ver que un caballero les duraba tanto, y a él le iba más que la vida en defenderse de ellos. A esta hora le dio uno de los escuderos una lanzada en un muslo, que a no ser el golpe en soslayo, se le pasara todo. Él, con rabia de verse herido, volvió por sí, y le dio una lanzada que dio con él y con su caballo muy mal herido en tierra.

         Rodrigo de Narváez, barruntando la necesidad en que sus compañeros estaban, atravesó el camino, y, como traía mejor caballo, se adelantó; y viendo la valentía del moro quedó espantado, porque de los cinco escuderos tenía los cuatro en el suelo y el otro casi al mismo punto. Él le dijo:

        Moro, vente a mí, y si tú me vences, yo te aseguro de los demás.

        Y comenzaron a trabar brava escaramuza; mas como el alcaide venía de refresco, y el moro y su caballo estaban heridos, le daba tanta priesa que no podía mantenerse; mas viendo que en sola esta batalla le iba la vida y contentamiento, dio una lanzada a Rodrigo de Narváez, que a no tomar el golpe en su draga, le hubiera muerto. Él, en recibiendo el golpe, arremetió a él, y le dio una herida en el brazo derecho, y cerrando luego con él, le trabó a brazos; y sacándole de la silla, dio con él en el suelo. Y yendo sobre él, le dijo:

        Caballero, date por vencido; si no, matarte he.

        Matarme bien podrás, dijo el moro, que en tu poder me tienes; mas no podrá vencerme sino quien una vez me venció.

       El alcaide no paró en el misterio con que se decían estas palabras, y usando en aquel punto de su acostumbrada virtud, le ayudó a levantar, porque de la herida que le dio el escudero en el muslo, y de la del brazo, aunque no eran grandes, y del gran cansancio y caída, quedó quebrantado; y tomando de los escuderos aparejo, le ligó las heridas. Y hecho esto, le hizo subir en un caballo de un escudero, porque el suyo estaba herido, y volvieron el camino de Álora. Y yendo por él adelante hablando en la buena disposición y valentía del moro, él dio un grande y profundo suspiro; y habló algunas palabras en algarabía, que ninguno entendió. Rodrigo de Narváez iba mirando su buen talle y disposición; se acordaba de lo que le vio hacer; y le parecía que tan gran tristeza en ánimo tan fuerte no podía proceder de sola la causa que allí parecía. Y por informarse de él, le dijo:

       Caballero, mirad que el prisionero que en la prisión pierde el ánimo aventura el derecho de la libertad. Mirad que en la
guerra los caballeros han de ganar y perder, porque los más de sus trances están sujetos a la fortuna, y parece flaqueza que quien hasta aquí ha dado tan buena muestra de su esfuerzo la dé ahora tan mala. Si suspiráis del dolor de las llagas, a lugar vais donde seréis bien curado. Si os duele la prisión, jornadas son de guerra a que están sujetos cuantos la siguen. Y si tenéis otro dolor secreto, fiadle de mí, que yo os prometo como hijodalgo de hacer por remediarle lo que en mí fuere.

        El moro, levantando el rostro que en el suelo tenía, le dijo:

        ¿Cómo os llamáis, caballero, que tanto sentimiento mostráis de mi mal?

       Él le dijo:

      A mí llaman Rodrigo de Narváez; soy Alcaide de Antequera y Álora.

      El moro, tornando el semblante algo alegre, le dijo:

       Por cierto, ahora pierdo parte de mi queja; pues ya que mi fortuna me fue adversa, me puse en vuestras manos, que aunque nunca os vi, sino ahora, gran noticia tengo de vuestra virtud y experiencia de vuestro esfuerzo; y porque no os parezca que el dolor de las heridas me hace suspirar, y también porque me parece que en vos cabe cualquier secreto, mandad apartar vuestros escuderos, y hablaros he dos palabras.

       El Alcaide los hizo apartar y, quedando solos, el moro, arrancando un gran suspiro, le dijo:

       Rodrigo de Narváez, alcaide tan nombrado de Álora, estate atento a lo que te dijere, y verás si bastan los casos de mi
fortuna a derribar un corazón de un hombre cautivo. A mí llaman Abindarráez el mozo, a diferencia de un tío mío hermano de mi padre, que tiene el mismo nombre. Soy de los Abencerrajes de Granada, de los cuales muchas veces habrás oído decir; y
aunque me bastaba la lástima presente, sin acordar las pasadas, todavía te quiero contar esto:

       Hubo en Granada un linaje de caballeros que llamaban los Abencerrajes, que eran flor de todo aquel reino, porque en
gentileza de sus personas, buena gracia, disposición y gran esfuerzo hacían ventaja a todos los demás; eran muy estimados del rey y de todos los caballeros, y muy amados y quistos de la gente común. En todas las escaramuzas que entraban, salían
vencedores, y en todos los regocijos de caballería se señalaban; ellos inventaban las galas y los trajes. De manera que se podía bien decir que, en ejercicio de paz y de guerra, eran regla y ley de todo el reino. Se dice que nunca hubo Abencerraje escaso, ni cobarde, ni de mala disposición. No se tenía por Abencerraje el que no servía dama, ni se tenía por dama la que no tenía Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que de esta excelencia cayesen de la manera que oirás.

         El rey de Granada hizo a dos de estos caballeros, los que más valían, un notable e injusto agravio, movido de falsa
información, que contra ellos tuvo. Y se quiso decir, aunque yo no lo creo, que estos dos, y a su instancia otros diez, se
conjuraron de matar al rey y dividir el reino entre sí, vengando su injuria. Esta conjuración, siendo verdadera, o falsa, fue
descubierta; y por no escandalizar el rey el reino, que tanto los amaba, los hizo a todos una noche degollar; porque a dilatar la
injusticia no fuera poderoso de hacerla. Se ofrecieron al rey grandes rescates por sus vidas, mas él, aun escucharlo, no quiso.
Cuando la gente se vio sin esperanza de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos. Los lloraban los padres que los engendraron y las madres que los parieron; los lloraban las damas a quien servían, y los caballeros con quien se acompañaban. Y toda la gente común alzaba un tan grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos; de manera que si a precio de lágrimas se hubieran de comprar sus vidas, no murieran los Abencerrajes tan miserablemente. Ves aquí en lo que acabó tan esclarecido linaje, y tan principales caballeros como en él había: considera cuánto tarda la fortuna en subir un hombre y cuán presto le derriba; cuánto tarda en crecer un árbol, y cuán presto va al fuego; con cuánta dificultad se edifica una casa, y con cuánta brevedad se quema; cuántos podrían escarmentar en las cabezas de estos desdichados, pues tan sin culpa padecieron con público pregón, siendo tantos y tales y estando en el favor del mismo rey; sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas, y su nombre dado en el reino por traidor.

        Resultó de este infeliz caso que ningún Abencerraje pudiese vivir en Granada, salvo mi padre y un tío mío, que hallaron
inocentes de este delito, a condición que los hijos que les naciesen enviasen a criar fuera de la ciudad, para que no volviesen a
ella, y las hijas casasen fuera del reino.

       Rodrigo de Narváez, que estaba mirando con cuánta pasión le contaba su desdicha, le dijo:

       Por cierto, caballero, vuestro cuento es extraño, y la sinrazón que a los Abencerrajes se hizo fue grande, porque no es de creer que siendo ellos tales cometiesen traición.

       Es como yo lo digo, dijo él. Y aguardad más y veréis cómo desde allí todos los Abencerrajes aprendimos a ser
desdichados.

       Yo salí al mundo del vientre de mi madre, y, por cumplir mi padre el mandamiento del rey, me envió a Cártama al alcaide
que en ella estaba, con quien tenía estrecha amistad. Éste tenía una hija, casi de mi edad, a quien amaba más que a sí, porque
allende de ser sola y hermosísima, le costó la mujer que murió de su parto. Ésta y yo, en nuestra niñez, siempre nos tuvimos por hermanos, porque así nos oíamos llamar. Nunca me acuerdo haber pasado hora que no estuviésemos juntos. Juntos nos criaron, juntos andábamos, juntos comíamos y bebíamos. Nos nació de esta conformidad un natural amor que fue siempre creciendo con nuestras edades. Me acuerdo que, entrando una siesta en la huerta, que dicen de los jazmines, la hallé sentada junto a la fuente, componiendo su hermosa cabeza. La miré, vencido de su hermosura, y me pareció a Sálmacis, y dije entre mí: ¡Oh, quién fuera Troco para parecer ante esta hermosa diosa! No sé cómo me pesó de que fuese mi hermana, y no aguardando más, me fui a ella, y cuando me vio con los brazos abiertos me salió a recibir y, sentándome junto a sí, me dijo: Hermano, ¿cómo me dejaste tanto tiempo sola? Yo la respondí: Señora mía, porque ha gran rato que os busco, y nunca hallé quien me dijese dónde estabais, hasta que mi corazón me lo dijo. Mas decidme ahora, ¿qué certinidad tenéis vos de que seamos hermanos? Yo, dijo ella, no otra más del grande amor que te tengo, y ver que todos nos llaman hermanos. Y si no lo fuéramos, dije yo, ¿me quisieras tanto?   ¿No ves, dijo ella, que, a no serlo, no nos dejara mi padre andar siempre juntos y solos?  Pues si ese bien me habían de quitar, dije yo, más quiero el mal que tengo. Entonces, ella, encendiendo su hermoso rostro en color, me dijo: ¿Y qué pierdes tú en que seamos hermanos?   Pierdo a mí y a vos, dije yo. Yo no te entiendo, dijo ella, mas a mí me parece que sólo serlo nos obliga a amarnos naturalmente.  A mí sola vuestra hermosura me obliga, que antes esa hermandad parece que me resfría algunas veces. Y con esto, bajando mis ojos de empacho de lo que le dije, la vi en las aguas de la fuente al propio como ella era, de suerte que donde quiera que volvía la cabeza, hallaba su imagen, y en mis entrañas, la más verdadera. Y me decía yo a mí mismo, y me pesara que alguno me lo oyera: Si yo me anegase ahora en esta fuente donde veo a mi señora, ¡cuánto más disculpado moriría yo que Narciso! Y si ella me amase como yo la amo, ¡qué dichoso sería yo! Y si la fortuna nos permitiese vivir siempre juntos, ¡qué sabrosa vida sería la mía! Diciendo esto, me levanté, y volviendo las manos a unos jazmines de que la fuente estaba rodeada, mezclándolos con arrayán, hice una hermosa guirnalda, y poniéndola sobre mi cabeza, me volví a ella, coronado y vencido. Ella puso los ojos en mí, a mi parecer más dulcemente que solía, y quitándomela, la puso sobre su cabeza. Me pareció en aquel punto más hermosa que Venus cuando salió al juicio de la manzana, y volviendo el rostro a mí, me dijo: ¿Qué te parece ahora de mí, Abindarráez? Yo la dije: Me parece que acabáis de vencer el mundo y que os coronan por reina y señora de él. Levantándose, me tomó por la mano y me dijo: Si eso fuera, hermano, no perdierais vos nada. Yo, sin responderla, la seguí hasta que salimos de la huerta. Esta engañosa vida trajimos mucho tiempo, hasta que ya el amor, por vengarse de nosotros, nos descubrió la cautela; que, como fuimos creciendo en edad, ambos acabamos de entender que no éramos hermanos. Ella no sé lo que sintió al principio de saberlo, mas yo nunca mayor contentamiento recibí, aunque después acá lo he pagado bien. En el mismo punto que fuimos certificados de esto, aquel amor limpio y sano que nos teníamos, se comenzó a dañar y se convirtió en una rabiosa enfermedad que nos durara hasta la muerte. Aquí no hubo primeros movimientos que excusar, porque el principio de
estos amores fue un gusto y deleite fundado sobre bien, mas después no vino el mal por principio, sino de golpe y todo junto; ya yo tenía mi contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo lo que no veía en ella me parecía feo, excusado y sin provecho en el mundo; todo mi pensamiento era en ella. Ya en este tiempo nuestros pasatiempos eran diferentes; ya yo la miraba con recelo de ser sentido, ya tenía envidia del sol que la tocaba. Su presencia me lastimaba la vida, y su ausencia me enflaquecía el corazón. Y de todo esto creo que no me debía nada, porque me pagaba en la misma moneda. Quiso la fortuna, envidiosa de nuestra dulce vida, quitarnos este contentamiento en la manera que oirás.

         El rey de Granada, por mejorar en cargo al alcaide de Cártama, le envió a mandar que luego dejase aquella fuerza y se fuese a Coín, que es aquel lugar frontero del vuestro, y que me dejase a mí en Cártama en poder del alcaide que a ella viniese. Sabida esta desastrada nueva por mi señora y por mí, juzgad vos, si algún tiempo fuiste enamorado, lo que podríamos sentir. Nos juntamos en un lugar secreto a llorar nuestro apartamiento. Yo la llamaba: Señora mía, alma mía, solo bien mío, y otros dulces nombres que el amor me enseñaba. Apartándose vuestra hermosura de mí, ¿tendréis alguna vez memoria deste vuestro cautivo...? Aquí las lágrimas y suspiros atajaban las palabras. Yo, esforzándome para decir más, malparía algunas razones turbadas de que no me acuerdo, porque mi señora llevó mi memoria consigo. Pues ¡quién os contase las lástimas que ella hacía! Aunque a mí siempre me parecían pocas... Me decía mil dulces palabras que hasta ahora me suenan en las orejas; y al fin, porque no nos sintiesen, nos despedimos con muchas lágrimas y sollozos, dejando cada uno al otro por prenda un abrazado, con un suspiro arrancado de las entrañas. Y porque ella me vio en tanta necesidad y con señales de muerte, me dijo: Abindarráez, a mí se me sale el alma en apartarme de ti, y porque siento de ti lo mismo, yo quiero ser tuya hasta la muerte; tuyo es mi corazón, tuya es mi vida, mi honra y mi hacienda, y en testimonio de esto, llegada a Coín, donde ahora voy con mi padre, en teniendo lugar de hablarte o por ausencia o indisposición suya, que ya deseo, yo te avisaré. Irás donde yo estuviere, y allí yo te daré lo que solamente llevo conmigo, debajo de nombre de esposo, que de otra suerte ni tu lealtad ni mi ser lo consentirían, que todo lo demás muchos días ha que es tuyo. Con esta promesa, mi corazón se sosegó algo y la besé las manos por la merced que me prometía. Ellos se partieron otro día; yo, quedé como quien, caminando por unas fragosas y ásperas montañas, se le eclipsa el sol. Comencé a sentir su ausencia ásperamente buscando falsos remedios contra ella. Miraba las ventanas donde se solía poner, las aguas donde se bañaba, la cámara en que dormía, el jardín donde reposaba la siesta. Andaba todas sus estaciones, y en todas ellas hallaba representación de mi fatiga. Verdad es que la esperanza que me dio de llamarme me sostenía, y con ella engañaba parte de mis trabajos; aunque algunas veces, de verla alargar tanto, me causaba mayor pena, y holgara que me dejara del todo desesperado, porque la desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta, y la esperanza hasta que se cumple el deseo. Quiso mi ventura que esta mañana mi señora me cumplió su palabra enviándome a llamar con una criada suya, de quien se fiaba, porque su padre era partido para Granada, llamado del rey, para volver luego. Yo, resucitado con esta buena nueva, me apercibí, y dejando venir la noche por salir más secreto, me puse en el hábito que me encontraste por mostrar a mi señora el alegría de mi corazón; y por cierto no creyera yo que bastaran cien caballeros juntos a tenerme campo porque traía mi señora conmigo; y si tú me venciste, no fue por esfuerzo, que no es posible, sino porque mi corta suerte o la determinación del cielo quisieron atajarme tanto bien. Así que considera tú ahora en el fin de mis palabras el bien que perdí y el mal que tengo. Yo iba de Cártama a Coín, breve jornada, aunque el deseo la alargaba mucho; el más ufano Abencerraje que nunca se vio, iba a llamado de mi señora, a ver a mi señora, a gozar de mi señora y a casarme con mi señora. Me veo ahora herido, cautivo y vencido, y, lo que más siento, que el término y coyuntura de mi bien se acaba esta noche. Déjame, pues, cristiano, consolar entre mis suspiros, y no los juzgues a flaqueza, pues lo fuera muy mayor tener ánimo para sufrir tan riguroso trance.

         Rodrigo de Narváez quedó espantado y apiadado del extraño acontecimiento del moro, y pareciéndole que para su negocio ninguna cosa le podría dañar más que la dilación, le dijo:

         Abindarráez, quiero que veas que puede más mi virtud que tu ruin fortuna. Si tú me prometes como caballero de volver a mi prisión dentro de tercero día, yo te daré libertad para que sigas tu camino, porque me pesaría de atajarte tan buena empresa.

        El moro, cuando lo oyó, se quiso de contento echar a sus pies y le dijo:

        Rodrigo de Narváez, si vos eso hacéis, habréis hecho la mayor gentileza de corazón que nunca hombre hizo, y a mí me
daréis la vida. Y para lo que pedís, tomad de mí la seguridad que quisierais, que yo lo cumpliré.

        El Alcaide llamó a sus escuderos, y les dijo:

        Señores, fiad de mí este prisionero, que yo salgo fiador de su rescate.

       Ellos dijeron que ordenase a su voluntad. Y tomando la mano derecha entre las dos suyas al moro, le dijo:

       ¿Vos me prometéis, como caballero, de volver a mi castillo de Álora a ser mi prisionero dentro de tercero día?

       Él le dijo:

       Sí, prometo.

        Pues id con la buena ventura, y si para vuestro negocio tenéis necesidad de mi persona o de otra cosa alguna, también se hará.

        Y diciendo que se lo agradecía, se fue camino de Coín a mucha priesa. Rodrigo de Narváez y sus escuderos se volvieron a Álora hablando en la valentía y buena manera del Moro.

       Y con la priesa que el Abencerraje llevaba, no tardó mucho en llegar a Coín, yéndose derecho a la fortaleza. Como le era mandado, no paró hasta que halló una puerta que en ella había, y deteniéndose allí, comenzó a reconocer el campo por ver si había algo de que guardarse, y, viendo que estaba todo seguro, tocó en ella con el cuento de la lanza, que esta era la señal que le había dado la dueña. Luego ella misma le abrió y le dijo:

       ¿En qué os habéis detenido, señor mío? Que vuestra tardanza nos ha puesto en gran confusión. Mi señora ha rato que os
espera; apeaos y subiréis donde está.

       Él se apeó y puso su caballo en un lugar secreto que allí halló. Y dejando lanza con su darga y cimitarra, llevándole la dueña por la mano lo más paso que pudo por no ser sentido de la gente del castillo, subió por una escalera hasta llegar al aposento de la hermosa Jarifa, (que así se llamaba la dama). Ella, que ya había sentido su venida, con los brazos abiertos le salió a recibir. Ambos se abrazaron sin hablarse palabra del sobrado contentamiento. Y la dama le dijo:

       ¿En qué os habéis detenido, señor mío? Que vuestra tardanza me ha puesto en gran congoja y sobresalto.

       Mi señora, dijo él, vos sabéis bien que por mi negligencia no habrá sido, mas no siempre suceden las cosas como los
hombres desean.

       Ella le tomó por la mano y le metió en una cámara secreta. Y sentándose sobre una cama que en ella había, le dijo:

       He querido, Abindarráez, que veáis en qué manera cumplen las cautivas de amor sus palabras, porque desde el día que os la di por prenda de mi corazón, he buscado aparejos para quitárosla. Yo os mandé venir a este mi castillo a ser mi prisionero, como yo lo soy vuestra, y haceros señor de mi persona y de la hacienda de mi padre debajo de nombre de esposo, aunque esto, según entiendo, será muy contra su voluntad, que como no tiene tanto conocimiento de vuestro valor y experiencia de vuestra virtud como yo, quisiera darme marido más rico; mas yo, vuestra persona y mi contentamiento tengo por la mayor riqueza del mundo.

       Y diciendo esto, bajó la cabeza mostrando un cierto empacho de haberse descubierto tanto. El moro la tomó entre sus
brazos, y besándola muchas veces las manos por la merced que le hacía, la dijo:

        Señora mía, en pago de tanto bien como me habéis ofrecido, no tengo que daros que no sea vuestro, sino sola esta prenda en señal que os recibo por mi señora y esposa.

        Y llamando a la dueña, se desposaron. Y siendo desposados, se acostaron en su cama, donde con la nueva experiencia
encendieron más el fuego de sus corazones. En esta conquista pasaron muy amorosas obras y palabras, que son más para
contemplación que para escritura.

         Tras esto, al moro vino un profundo pensamiento, y dejando llevarse de él, dio un gran suspiro. La dama, no pudiendo sufrir tan grande ofensa de su hermosura y voluntad, con gran fuerza de amor le volvió a sí y le dijo:

        ¿Qué es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría; yo te oigo suspirar revolviendo el cuerpo a todas partes. Pues si yo soy todo tu bien y contentamiento como me decías, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy, ¿por qué me
engañaste? Si has hallado alguna falta en mi persona, pon los ojos en mi voluntad, que basta para encubrir muchas; y si sirves
otra dama, dime quién es para que la sirva yo; y si tienes otro dolor secreto de que yo no soy ofendida, dímelo, que o yo moriré o te libraré de él.

        El Abencerraje, corrido de lo que había hecho y pareciéndole que no declararse era ocasión de gran sospecha, con un
apasionado suspiro la dijo:

       Señora mía, si yo no os quisiera más que a mí, no hubiera hecho este sentimiento, porque el pesar que conmigo traía le sufría con buen ánimo cuando iba por mí solo; mas ahora que me obliga a apartarme de vos, no tengo fuerzas para sufrirle, y así entenderéis que mis suspiros se causan más de sobra de lealtad que de falta de ella; y porque no estéis más suspensa sin saber de qué, quiero deciros lo que pasa.

       Luego le contó todo lo que había sucedido y al cabo la dijo:

       De suerte, señora, que vuestro cautivo lo es también del alcaide de Álora; yo no siento la pena de la prisión, que vos
enseñaste mi corazón a sufrir, mas vivir sin vos tendría por la misma muerte.

       La dama, con buen semblante, le dijo:

       No te congojes, Abindarráez, que yo tomo el remedio de tu rescate a mi cargo, porque a mí me cumple más. Yo digo así: que cualquier caballero que diere la palabra de volver a la prisión, cumplirá con enviar el rescate que se le puede pedir. Y para esto ponedle vos mismo el nombre que quisierais, que yo tengo las llaves de las riquezas de mi padre; yo os las pondré en vuestro poder; enviad de todo ello lo que os pareciere. Rodrigo de Narváez es buen caballero y os dio una vez libertad y le fiaste este negocio, que le obliga ahora a usar de mayor virtud. Yo creo que se contentará con esto, pues teniéndoos en su poder ha de hacer lo mismo.

       El Abencerraje la respondió:

       Bien parece, señora mía, que lo mucho que me queréis no os deja que me aconsejéis bien; por cierto no caeré yo en tan
gran yerro, porque si cuando venía a verme con vos, que iba por mí solo, estaba obligado a cumplir mi palabra, ahora, que soy vuestro, se me ha doblado la obligación. Yo volveré a Álora y me pondré en las manos del Alcaide de ella y, tras hacer yo lo que debo, haga él lo que quisiere.

       Pues nunca Dios quiera dijo Jarifa que, yendo vos a ser preso, quede yo libre, pues no lo soy. Yo quiero acompañaros en esta jornada, que ni el amor que os tengo ni el miedo que he cobrado a mi padre de haberle ofendido me consentirán hacer otra cosa.

       El moro, llorando de contentamiento, la abrazó y le dijo:

       Siempre vais, señora mía, acrecentándome las mercedes; hágase lo que vos quisierais, que así lo quiero yo.

       Y con este acuerdo, aparejando lo necesario, otro día de mañana se partieron, llevando la dama el rostro cubierto por no ser conocida.

       Pues yendo por su camino adelante, hablando en diversas cosas, toparon un hombre viejo; la dama le preguntó dónde iba. Él la dijo:

       Voy a Álora a negocios que tengo con el alcaide de ella, que es el más honrado y virtuoso caballero que yo jamás vi.

       Jarifa se holgó mucho de oír esto, pareciéndole que, pues todos hallaban tanta virtud en este caballero, que también la
hallarían ellos, que tan necesitados estaban de ella. Y volviendo al caminante, le dijo:

       Decid, hermano: ¿sabéis vos de ese caballero alguna cosa que haya hecho notable?

       Muchas sé dijo él, mas contaros he una por donde entenderéis todas las demás:

       Este caballero fue primero alcaide de Antequera, y allí anduvo mucho tiempo enamorado de una dama muy hermosa, en
cuyo servicio hizo mil gentilezas que son largas de contar; y aunque ella conocía el valor de este caballero, amaba a su marido
tanto que hacía poco caso de él. Aconteció así que, un día de verano, acabando de cenar, ella y su marido se bajaron a una
huerta que tenía dentro de casa, y él llevaba un gavilán en la mano, y, lanzándole a unos pájaros, ellos huyeron y se fueron a
socorrer a una zarza, y el gavilán, como astuto, tirando el cuerpo afuera, metió la mano y sacó y mató muchos de ellos. El
caballero le cebó, y volvió a la dama y la dijo: ¿Qué os parece, señora, del astucia con que el gavilán encerró los pájaros y los mató? Pues os hago saber que cuando el alcaide de Álora escaramuza con los moros, así los sigue y así los mata. Ella, fingiendo no conocerle, le preguntó quién era. Es el más valiente y virtuoso caballero que yo hasta hoy vi. Y comenzó a hablar de él muy altamente; tanto, que a la dama le vino un cierto arrepentimiento y dijo: ¡Pues cómo! ¿Los hombres están enamorados de este caballero, y que no lo esté yo de él, estándolo él de mí? Por cierto, yo estaré bien disculpada de lo que por él hiciere, pues mi marido me ha informado de su derecho. Otro día adelante se ofreció que el marido fue fuera de la ciudad, y, no pudiendo la dama sufrirse en sí, le envió llamar con una criada suya. Rodrigo de Narváez estuvo en poco de tornarse loco de placer, aunque no dio crédito a ello, acordándose de la aspereza que siempre le había mostrado. Mas con todo eso, a la hora concertada, muy a recaudo fue a ver la dama, que le estaba esperando en un lugar secreto, y allí ella echó de ver el yerro que había hecho y la vergüenza que pasaba en requerir aquel de quien tanto tiempo había sido requerida; pensaba también en la fama, que descubre todas las cosas; temía la inconstancia de los hombres y la ofensa del marido; y todos estos inconvenientes, como suelen, aprovecharon de vencerla más, y pasando por todos ellos, le recibió dulcemente y le metió en su cámara, donde pasaron muy dulces palabras; y en fin de ellas, le dijo: Señor Rodrigo de Narváez, yo soy vuestra de aquí adelante, sin que en mi poder quede cosa que no lo sea; y esto no lo agradezcáis a mí, que todas vuestras pasiones y diligencias, falsas o verdaderas, os aprovecharan poco conmigo, más agradecedlo a mi marido, que tales cosas me dijo de vos que me han puesto en el estado en que ahora estoy. Tras esto, le contó cuanto con su marido había pasado, y al cabo le dijo: Y cierto, señor, vos debéis a mi marido más que él a vos. Pudieron tanto estas palabras con Rodrigo de Narváez, que le causaron confusión y arrepentimiento del mal que hacía a quien de él decía tantos bienes, y, apartándose afuera, dijo: Por cierto, señora, yo os quiero mucho y os querré de aquí adelante, mas nunca Dios quiera que a hombre que tan aficionadamente ha hablado de mí, haga yo tan cruel daño. Antes, de hoy más, he de procurar la honra de vuestro marido como la mía propia, pues en ninguna cosa le puedo pagar mejor el bien que de mí dijo. Y sin aguardar más, se volvió por donde había venido. La dama debió de quedar burlada; y cierto, señores, el caballero, a mi parecer, usó de gran virtud y valentía, pues venció su misma voluntad.

       El Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento, y alabándole mucho, él dijo que nunca mayor virtud había visto de hombre. Ella respondió:

       Por Dios, señor, yo no quisiera servidor tan virtuoso; mas él debía estar poco enamorado, pues tan presto se salió afuera y pudo más con él la honra del marido que la hermosura de la mujer.

       Y sobre esto dijo otras muy graciosas palabras.

       Luego llegaron a la fortaleza, y llamando a la puerta, fue abierta por las guardas, que ya tenían noticia de lo pasado. Y yendo un hombre corriendo a llamar al alcaide, le dijo:

       Señor, en el castillo está el moro que venciste, y trae consigo una gentil dama.

       Al alcaide le dio el corazón lo que podía ser y bajó abajo. El Abencerraje, tomando su esposa de la mano, se fue a él y le dijo:

       Rodrigo de Narváez, mira si te cumplo bien mi palabra, pues te prometí de traer un preso y te traigo dos, que el uno basta para vencer otros muchos. Ves aquí mi señora; juzga si he padecido con justa causa. Recíbenos por tuyos, que yo fío mi señora y mi honra de ti.

      Rodrigo de Narváez holgó mucho de verlos y dijo a la dama:

       Yo no sé cuál de vosotros debe más al otro, mas yo debo mucho a los dos. Entrad y reposaréis en vuestra casa; y tenedla de aquí adelante por tal, pues lo es su dueño.

      Y con esto se fueron a un aposento que les estaba aparejado, y de ahí a poco comieron, porque venían cansados del camino. Y el alcaide preguntó al Abencerraje:

       Señor, ¿qué tal venís de las heridas?

      Me parece, señor, que con el camino las traigo enconadas y con algún dolor.

      La hermosa Jarifa, muy alterada, dijo:

      ¿Qué es esto, señor? ¿Heridas tenéis vos de que yo no sepa?

       Señora, quien escapó de las vuestras, en poco tendrá otras; verdad es que de la escaramuza de la otra noche saqué dos
pequeñas heridas, y el camino y no haberme curado, me habrán hecho algún daño.

       Bien será dijo el Alcaide que os acostéis, y vendrá un cirujano que hay en el castillo.

       Luego, la hermosa Jarifa le comenzó a desnudar con grande alteración; y viniendo el maestro y viéndole, dijo que no era
nada, y con un ungüento que le puso, le quitó el dolor y de ahí a tres días estuvo sano.

       Un día acaeció que, acabando de comer, el Abencerraje dijo estas palabras:

       Rodrigo de Narváez; según eres discreto, en la manera de nuestra venida entenderás lo demás. Yo tengo esperanza que este negocio, que está tan dañado, se ha de remediar por tus manos. Esta dueña es la hermosa Jarifa, de quien te hube dicho es mi señora y mi esposa; no quiso quedar en Coín de miedo de haber ofendido a su padre, todavía se teme de este caso. Bien sé que por tu virtud te ama el rey; aunque eres cristiano, te suplico alcances de él que nos perdone su padre por haber hecho esto sin que él lo supiese, pues la fortuna lo trajo por este camino.

       El Alcaide les dijo:

       Consolaos, que yo os prometo de hacer en ello cuanto pudiere.

       Y tomando tinta y papel escribió una carta al rey, que decía así:
 
 

                  Carta de Rodrigo de Narváez, Alcaide de Álora, para el Rey de Granada.

       Muy alto y muy poderoso Rey de Granada:

       Rodrigo de Narváez, alcaide de Álora, tu servidor, beso tus reales manos y digo así: que el Abencerraje Abindarráez, el
mozo que nació en Granada y se crió en Cártama en poder del alcaide de ella, se enamoró de la hermosa Jarifa, su hija.
Después, tú, por hacer merced al alcaide, le pasaste a Coín. Los enamorados, por asegurarse, se desposaron entre sí. Y llamado él por ausencia del padre, que contigo tienes, yendo a su fortaleza yo le encontré en el camino, y en cierta escaramuza que con él tuve, en que se mostró muy valiente, le gané por mi prisionero. Y contándome su caso, apiadándome de él, le hice libre por dos días; él se fue a ver con su esposa, de suerte que en la jornada perdió la libertad y ganó el amiga. Viendo ella que el Abencerraje volvía a mi prisión, se vino con él, y así están ahora los dos en mi poder. Te suplico que no te ofenda el nombre de Abencerraje, que yo sé que este y su padre fueron sin culpa en la conjuración que contra tu real persona se hizo; y en testimonio de ello viven. Suplico a tu real alteza que el remedio de estos tristes se reparta entre ti y mí. Yo les perdonaré el rescate y les soltaré graciosamente; sólo harás tú que el padre de ella los perdone y reciba en su gracia. Y en esto cumplirás con tu grandeza y harás lo que de ella siempre esperé.

       Escrita la carta, despachó un escudero con ella, que llegado ante el rey se la dio; el cual, sabiendo cúya era, se holgó mucho, que a este solo cristiano amaba por su virtud y buenas maneras. Y como la leyó, volvió el rostro al alcaide de Coín, que allí estaba, y llamándole aparte le dijo:

       Lee esta carta, que es del alcaide de Álora.

       Y leyéndola recibió grande alteración. El rey le dijo:

       No te congojes, aunque tengas por qué; sábete que ninguna cosa me pedirá el alcaide de Álora que yo no lo haga. Y así, te mando que vayas luego a Álora y te veas con él y perdones tus hijos, y los lleves a tu casa, que, en pago de este servicio, a ellos y a ti haré siempre merced.

       El moro lo sintió en el alma, mas viendo que no podía pasar el mandamiento del rey, volvió de buen continente y dijo que así lo haría, como su alteza lo mandaba.

       Y luego se partió de Álora, donde ya sabían del escudero todo lo que había pasado, y fue de todos recibido con mucho
regocijo y alegría. El Abencerraje y su hija parecieron ante él con harta vergüenza y le besaron las manos. Él los recibió muy bien y les dijo:

       No se trate aquí de cosa pasada. Yo os perdono haberos casado sin mi voluntad, que en lo demás, vos, hija, escogiste
mejor marido que yo os pudiera dar.

       El alcaide todos aquellos días les hacía muchas fiestas; y una noche, acabando de cenar en un jardín, les dijo:

       Yo tengo en tanto haber sido parte para que este negocio haya venido a tan buen estado, que ninguna cosa me pudiera
hacer más contento; y así digo que sola la honra de haberos tenido por mis prisioneros quiero por rescate de la prisión. De hoy más, vos, señor Abindarráez, sois libre de mí para hacer de vos lo que quisierais.

       Ellos le besaron las manos por la merced y bien que les hacía; y otro día por la mañana partieron de la fortaleza,
acompañándolos el Alcaide parte del camino.

       Estando ya en Coín, gozando sosegada y seguramente el bien que tanto había deseado, el padre les dijo:

       Hijos, ahora que con mi voluntad sois señores de mi hacienda, es justo que mostréis el agradecimiento que a Rodrigo de
Narváez se debe por la buena obra que os hizo, que no por haber usado con vosotros de tanta gentileza ha de perder su rescate, antes le merece muy mayor. Yo os quiero dar seis mil doblas zaenes; enviádselas y tenedle de aquí adelante por amigo, aunque las leyes sean diferentes.

       Abindarráez le besó las manos, y tomándolas, con cuatro muy hermosos caballos y cuatro lanzas con los hierros y cuentos de oro, y otras cuatro dargas, las envió al alcaide de Álora y le escribió así:
 
 

                         Carta del Abencerraje Abindarráez al Alcaide de Álora

       Si piensas, Rodrigo de Narváez, que con darme libertad en tu castillo para venirme al mío me dejaste libre, te engañas, que cuando libertaste mi cuerpo, prendiste mi corazón; las buenas obras, prisiones son de los nobles corazones. Y, si tú, por alcanzar honra y fama, acostumbras hacer bien a los que podrías destruir, yo, por parecer a aquéllos donde vengo y no degenerar de la alta sangre de los Abencerrajes, antes coger y meter en mis venas toda la que de ellos se vertió, estoy obligado a agradecerlo y servirlo. Recibirás de ese breve presente la voluntad de quien le envía, que es muy grande, y de mi Jarifa, otra tan limpia y leal que me contento yo de ella.

       El alcaide tuvo en mucho la grandeza y curiosidad del presente, y, recibiendo de él los caballos y lanzas y dargas, escribió a Jarifa así:

                             Carta del Alcaide de Álora a la hermosa Jarifa

       Hermosa Jarifa: no ha querido Abindarráez dejarme gozar del verdadero triunfo de su prisión, que consiste en perdonar y hacer bien, y como a mí en esta tierra nunca se me ofreció empresa tan generosa ni tan digna de capitán español, quisiera gozarla toda y labrar de ella una estatua para mi posteridad y descendencia. Los caballos y armas recibo yo para ayudarle a defender de sus enemigos.

     Y si en enviarme el oro se mostró caballero generoso, en recibirlo yo pareciera codicioso mercader; yo os sirvo con ello en pago de la merced que me hiciste en serviros de mí en mi castillo. Y también, señora, yo no acostumbro robar damas, sino
servirlas y honrarlas.

      Y con esto, les volvió a enviar las doblas. Jarifa las recibió y dijo:

      Quien pensare vencer a Rodrigo de Narváez de armas y cortesía, pensará mal.

      De esta manera, quedaron los unos de los otros muy satisfechos y contentos, y trabados con tan estrecha amistad, que les duró toda la vida.
        Antonio de Villegas